
Amicus Merlinus sed magis amica veritas
Desde el inicio de la emisión de Merlí en TV3 me veo semanalmente confrontado con aquello en que parece consistir la enseñanza de la filosofía. No sólo por lo que asoma en las pantallas sino muy especialmente por las expectativas que percibo en algunos de mis alumnos en relación a los contenidos y a la manera en que debe desarrollarse una clase de filosofía. De ahí que haya considerado oportuno reflexionar por un instante sobre la popular serie. Obviaré no obstante algunos temas sobre los que sería conveniente discutir. Nada diré acerca de la ausencia prácticamente total de una perspectiva de género en la primera temporada (1) o de la necesidad de ubicar algunas escenas polémicas de la trama (como el robo por parte de Merlí de una copia del examen de catalán) en el pensamiento del autor que da nombre a cada capítulo. Tampoco entraré en lo que me parece un abuso del componente sexual como enganche fácil del público adolescente. Me limitaré a reflexionar sobre la imagen que se ofrece en la serie de la filosofía y de su docencia.
De entrada, cabe señalar que una buena parte del colectivo de profesores de filosofía ve la serie con escepticismo. Valoran que la filosofía pase a un relativo primer plano (en detrimento de los consabidos seriales sobre médicos, policías y científicos forenses norteamericanos), si bien son reticentes con respecto a que la imagen que se ofrece favorezca en algo al mantenimiento de la materia en los futuros planes de estudio. En esta línea, debo reconocer que hay algunos aspectos del personaje que me incomodan. Su talante mesiánico, por ejemplo. Al inicio de la segunda temporada, la manera en que los alumnos reciben a su tutor tras el parón estival se asemeja más al episodio en que Moisés, seguido por el pueblo judío, parte las aguas del Mar Rojo que al inicio del curso escolar. Enerva también la creencia de que con unas pocas palabras se solucionan los conflictos de aquellos alumnos que requieren de una atención especial (la situación familiar de Berta mejora con un retrato, la conflictividad de Pol reconociéndole sus aptitudes filosóficas y la agorafobia de Iván con unos trocitos de longaniza y un par de cervezas).
En este sentido, “un verdadero, necesario, homenaje a los buenos maestros no debería basarse en el agasajo. Habría suficiente con narrar las dificultades diarias y el esfuerzo, invisible, que dedican. Y lo hacen sin, aunque parezca extraño, ser magos artúricos”(2). Ninguna referencia en la serie al laborioso trabajo de enseñar a comprender los nada accesibles textos filosóficos o las horas dedicadas a mejorar la precisión y claridad con que nuestros alumnos definen conceptos y reflexionan por escrito. A Merlí tampoco se le ve corregir, pasar notas o poner comentarios de evaluación. Parece que dar clase es llegar al aula y empezar a hablar sobre aquello de que se supone sabemos alguna cosa, sin preparación alguna. Ni tan sólo sigue un hilo conductor histórico o temático en sus explicaciones. Tampoco utiliza la pizarra, más allá de alguna palabra suelta: aún no hemos visto ningún sumario, esquema, glosario, resumen o mapa conceptual (más allá de los que aparecen en la apertura de la serie).
Héctor Lozano, autor de la serie, comenta que el proyecto surgió en una conversación con un profesor amigo suyo: “Me gustó la idea de un profesor que supiera motivar a los alumnos”(3). Merlí pasa por ser un buen profesor ya que consigue que sus alumnos se interesen por la materia. Resulta curioso puesto que ningún docente semejante pasaría unas oposiciones a funcionario público. Su dejadez en la entrega de las programaciones de curso, la nula utilización de las Tecnologías de la información y la comunicación (TIC) o su palmaria incapacidad para trabajar con sus compañeros de claustro le excluirían de cualquier puesto en el sector de la educación (pública o no). Llama la atención también que pase por ser un buen profesor quien, a excepción de Platón y Nietzsche, no menciona a ninguno de los autores obligatorios para las Pruebas de Acceso a la Universidad (PAU) dejando a sus alumnos prácticamente indefensos ante el examen de Historia de la Filosofía de la Selectividad.
Ahora bien, el entusiasmo que generan las clases de Merlí permite otra lectura. Por mucho que desde el establishment pedagógico se nos intente hacer creer lo contrario, la calidad de una clase no depende de los recursos tecnológicos que se utilizan, la cantidad de rúbricas o los trabajos por proyectos que se realicen. Merlí es capaz de motivar a sus alumnos por su carácter heterodoxo e irreverente. Y se trata de una figura provocadora puesto que la filosofía torpedea la línea de flotación de nuestras creencias más íntimas. Quizá sea esto lo que se acostumbra a tener en mente cuando se cita ese más que manido lugar común de que la filosofía “ayuda a pensar”. El alborozo que provocan las clases de Merlí no es más el reflejo de esa perenne invitación a mirar las cosas de otro modo que va inextricablemente unida a la pregunta filosófica.
Por todo lo dicho, el éxito cosechado por la serie Merlí resulta doblemente sorprendente. Desde el punto de vista docente, puesto que pasa por ser un buen profesor aquel que se sitúa a las antípodas del modelo impuesto por los gurús de la pedagogía actual. Y en lo que concierne a la filosofía, porque la audiencia parece tener en alta estima un tipo de reflexión cuya presencia en las aulas tiene los días contados.
Firmado: Àlex Mumbrú.
(1): Consúltese el excelente texto de ARNAU, E. y BALLÚS, A. (2015), “Machismo y estereotipos de género en Merlí”, Revista Zena [artículo en línea] [Fecha de consulta 23 de octubre de 2016].
(2): DESCLÓS, T. (2015), “Merlí, professor de pel·lícula”, Diario El País [artículo en línea] [Fecha de consulta 23 de octubre de 2016].
(3): AGENCIA (2015), “TV rueda la serie “Merlí”, que busca acercar la filosofía a los jóvenes”, Diario La Vanguardia [artículo en línea] [Fecha de consulta 23 de octubre de 2016].

