
El luminoso qué de Verónica Forqué
Por Víctor Ruiz Novel.
Hay veces que un país decide amar a una actriz. Y cuando eso se produce no hay caducidades ni modas que rompan el lazo emocional que se produce. Así es España con sus actores y actrices cuando los bendice.
Verónica Forqué era una de ellas, y estaba bendecida. Cada vez que salía en pantalla, acababas pegado a ella. Quizás era la sonrisa que lograba imprimir a sus personajes, normalmente cómicos o tragicómicos. Si veías una peli con la Forqué (y las hubo buenas, malas y regulares), normalmente su actuación poseía una cualidad solar, una humanidad te ponía de buen humor, y que lograba que su sonrisa contagiosa acabara instalada en tu mandíbula.
Quizás impactados como estamos con el cómo, aún no podemos discernir el qué. Y el qué de la Forqué es mucho. Actriz que podía haber aprovechado sus contactos para ser una hija de papá actoral, decidió siempre ponerse en el desfiladero y hablar con voz propia (en eso siempre fue un poco la sucesora de María Isbert, otra talentosa hija de artista). Empezó en el cine de la mano de Armiñan en la obra maestra “Mi querida Señorita” y en el teatro con la catalana Nuria Espert, y recogió críticas excelentes en obras de Buero Vallejo y del rompedor teatro de Alonso de Santos, especialmente “Bajarse al Moro”. El teatro fue su refugio y su pasión, siempre. Pero el cine le deparaba un estrellato continuado también, y desde sus comienzos.
Para los que vivimos los 80, su Chusa de “Bajarse al Moro”, corriendo ahogada en un barco del estrecho y dominando aquel apartamento de locos fue el principio de una historia de amor. Ella era de Madrid y ella encarnó como nadie, aquella divertida negligencia, aquel saber vivir de la Movida Madrileña. Y eso significaba entrar en contacto con tres de sus puntales; Fernando Trueba (que la dirigió en su obra emblemática “Sé infiel y no mires con quien”), Fernando Colomo (que le dio uno de sus papeles más divertidos en “La vida alegre”) y Pedro Almodóvar, con el que compuso el personaje de la puta de buen corazón Cristal en “Qué he hecho yo para merecer esto?”.
Tamañas coincidencias, y un buen gusto a la hora de elegir papeles, la convirtieron en la musa del cine español de los 80. Solo Carmen Maura puede presumir de haber conseguido tantos Goyas y Fotogramas de Plata. Pero frente a la actriz fetiche de Almodóvar, quizás Verónica se entregó lo justo a Pedro, para no ser engullida. De ese modo, combinó la seriedad de “El Año de las Luces” de Trueba con la locura berlanguiana de “Moros y Cristianos”, y de ahí a ser musa absoluta de las mejores películas de Gómez Pereira y Joaquín Oristrell. Mención especial tiene su personaje de “Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo” que sacaba de un personaje típico un petróleo humano como he visto en pocas comedias españolas…
Yo soy el fuego y tú vienes (guiño y pausa) a apagarrrme, decía. Y el público rompía en carcajadas.
Así era ella, puro fuego. Pero aún le quedaba dar el do de pecho almodovariano. El todo por el todo que te enmarcaba como leyenda actoral y ella lo logró con “Kika”, la maquilladora algo caliente, víctima de una violación y la telebasura y maltratada por la vida. Un papel que en principio estaba pensado para Miriam Díaz Aroca y que ella habitó con maestría sacando un sentido del sinsentido de esa película, Goya mediante.
A nivel personal, su largo matrimonio con el director José Luis Iborra le trajo, quizás, sus papeles más carismáticos (y es que los directores que aman a sus actrices, las adoran a través de la cámara). De esa alianza vino la serie exitosísima de los 90 “Pepa y Pepe” y sobre todo una de las mejores películas españolas de los 90 “El tiempo de la felicidad”. Desde aquí un título a reivindicar, donde Resines y ella están espléndidos en uno de los mejores repartos jóvenes del cine español.
Los 90 la convirtieron en una musa gay, una suerte de mujerona madura, tu tía loca, la hippie, la porreta. Y de todo un poco era Verónica Forqué. Y su personaje también se hizo un poco persona. Y era adorada por esa franca sinceridad. Unos papeles en los 90, que la unieron a la Maura o demás chicas Almodóvar en “Reinas” o “Clara y Elena” donde se vio a la Verónica más dramática. Esa ausencia de papeles más serios (Mario Camus supo verla en “Amor Propio” o en la serie “Ramón y Cajal”) quizás nos privaron de verla en más registros, pero cómo disfrutamos con Candela Peña y Adriana Ozores en “De qué se ríen las mujeres” o “I love you, Baby”.
Pero la sombra de Verónica no tuvo que ver con la fama, ni siquiera con la adicción, sino con la tristeza, la depresión y finalmente el suicidio. Quizás este final tan sombrío nos aleje mentalmente de sus papeles solares y luminosos y nos recuerde, como nos recordó Robin Williams, el sufrimiento que supone hacer reír y como a veces no entendemos que ese humor descarnado que intentaban capitalizar miserablemente Sálvame o el MasterChef (el tiempo les juzgará) no era más que una bipolaridad desbocada.
En cualquier caso, Verónica ya no es persona, ya no es actriz, sino mito. Y esta cualidad familiar la guardaremos con la imagen impoluta de la gran actriz que fue y la sonrisa que siempre nos provocaba. Y eso es decir mucho, ya que hoy somos todos más huérfanos.

